lunes, 12 de marzo de 2012

Plano Nocturno, "El nombre del mal"

parte 1, capitulo 1, libro primero.

Anuncio del destino


Daniel Hohenh no daba la talla para ser completamente un hombre normal; su visión de los hechos cotidianos dictaba de ser simplista. Para el, cada efecto por más mínimo que fuese, tenía una reacción concreta. Y siempre quiso poder manipularlos a su conveniencia. Nunca fue un hombre frío y calculador, pese a que su rostro siempre trató de mostrarlo de ese modo.
Él era un hombre soñador, y con objetivos claros; pero con métodos que para el resto de los hombres rayaban en el margen de la locura y las alucinaciones. Su afición por lo desconocido nunca fue bien vista por los que le rodeaban, la gran mayoría se burlaba a sus espaldas mientras que el resto simplemente le ignoraba, por pudor religioso; o por conocer las fuerzas con las que él trataba. En realidad, Hohenh no tuvo la suerte de optar por desconocer el mundo de la magia. Ya que su familia completa descendía de un temido clan de brujos de la antigüedad, remontándose a los tiempos que se confundía la magia, ciencia y religión.
Para él eran reales los fantasmas, ángeles y demonios, y acertaba en creer que ellos le rodeaban de alguna forma u otra. Pero nunca, por más curioso o desesperado que estuviera, se atrevía a acercarse a la única herencia familiar que no había poseído tras la muerte de su padre: Unos rollos antiguos escritos en pergaminos, que según había oído de su abuelo, contenían los secretos de sus antepasados; secretos otorgados por los mismos dioses y sellados hasta el día en que estén dispuestos a reclamarlos. Eso es lo que su abuelo decía que su padre le había indicado antes de morir. Y con todas las extrañezas que acontecían dentro de su familia nunca quiso cuestionar. Junto a los rollos que su abuelo le había prohibido, también heredó una rústica librería; en comparación con las enormes corporaciones que amenazaban su subsistencia. Pero él siempre se las arreglaba para que nada pudiera faltar.

Un viernes, en que los cielos amenazaban con una implacable tormenta, se levantó como de costumbre para dirigirse a su librería. «La cultura me llama», repetía cada mañana al levantarse mientras que su mujer, Carmen Lisle, despertaba junto a él.
Como de costumbre, luego de un ligero desayuno preparado por su mujer, abotono elegantemente su corbata, tomó su maletín que descansaba a la orilla de la mesa favorita de su difunto padre junto a la puerta principal y, haciéndose con las llaves de su automóvil, salió al jardín de su casa; deteniéndose por primera vez en mucho tiempo a contemplar el cielo con la agudeza que heredó en su sangre. —Ominoso— susurró fugazmente con un tono oscuro y misterioso, siempre atento a las grises nubes que se avecinaban.

Al salir de su casa, percibió la primera prueba de que sus intuiciones no eran falsas; un símbolo que sintió familiar había sido tallado en el muro de su entrada. Pese a sus esfuerzos, en ese momento no pudo recordar en qué lugar lo había visto con anterioridad.
Permaneció de pie, analizándolo y haciendo memoria por varios minutos hasta que la alarma de su nuevo reloj de muñeca le indicó que eran las ocho y treinta: la hora límite que podía salir para no toparse con el embotellamiento matutino de la capital. Volvió la cabeza por última vez para grabar el símbolo en su mente y subió a su vehículo para llegar lo más pronto posible a trabajar. Mientras daba la vuelta en la esquina, miró por el espejo retrovisor, acrecentando su extrañeza al ver la cuadra cubierta por las nubes, que parecían tener como centro su casa. “Debe ser solo mi impresión”, pensó para tratar de tranquilizarse y concentrarse en el cargamento de nuevos títulos que llegaría en aquel día.
Como cada día, luego de abrir su tienda puntualmente a las nueve y treinta, se sentó tras el mesón mientras sus trabajadores ordenaban uno que otro libro que no estaba en su lugar. Trató de concentrarse en la lista de nuevos títulos que llegarían en cualquier momento, pero aquel símbolo se lo impedía. Sabía que era de vital importancia o al menos que lo había visto en algún otro lugar, aparte de su muro. Pasaron varios minutos en los que divagó por su mente tratando de tranquilizarse.

—Señor Hohenh, ¿donde va este libro? —consultó Cristian, el más antiguo de sus
Trabajadores con un pequeño libro en sus manos, liberándolo de su trance.
Daniel pensó por un momento luego de analizar de qué libro se trataba.
—Ordénalos en la parte media del mostrador de la vitrina —señalo, y continuó—. Los libros de Anne Rice siempre atraen público —. Para volver a reflexionar sobre lo que le inquietaba.
Tomó un bolígrafo de su lapicero y en una hoja de su agenda trató de recrear, con todo detalle, aquel símbolo junto con otros más que le venían a la mente. Nuevamente trató, sin resultados, de encontrar una relación entre estos y el extraño presentimiento que le albergaba. Pero, al percatarse que la hora avanzaba y comenzaban a llegar uno que otro cliente, se obligó a dejar en segundo plano sus inquietudes y a encargarse de su trabajo.

A eso de las doce, una furgoneta estacionó frente la librería, de la cual descargaron un montón de cajas, con los nuevos ejemplares que había estado esperando, empacados en su interior. Rápidamente, dejó de lado los símbolos que le sofocaban el día y se distrajo revisando sus nuevas mercancías; seleccionando de estas uno que otro libro que quería ser el primero en leer.